miércoles, 5 de agosto de 2009

Silvia Prieto y Martín Rejtman. Por A. R. Rubino del Pozo.


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Hola. Mi nombre es Atilio. El apellido de mi padre, Rubino; el de mi madre, del Pozo. Hoy voy a hablar de Silvia Prieto y de Martín Rejtman. A saber, Silvia Prieto y Martín Rejtman son dos cosas distintas. La primera es un personaje; el segundo, un director. Pero Silvia Prieto también es dos cosas distintas: a saber, un personaje (que se escribe así: Silvia Prieto) y una película (que se escribe así: Silvia Prieto, en bastardillas). Casualmente esta película está dirigida por Martín Rejtman. El mundo es un pañuelo.

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Entonces tenemos, por un lado, Silvia Prieto, y por otro, Silvia Prieto. Ésta última también es dos cosas distintas, Rosario Bléfari, in one hand, y Mirtha Busnelli, on the other hand. Éste es el conflicto central de la película, si es que se puede hablar de conflicto en esta película (y decididamente no se pude hablar de “central”). Silvia Prieto (Rosario Bléfari) descubre que no es la única Silvia Prieto, sino que hay otras (por ejemplo, Mirtha Busnelli).

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La circulación de objetos así como el deambular de nombres es una constante en el cine (y la literatura) de Rejtman. Estos objetos (y nombres) son portadores de una identidad que va mutando a medida que los objetos cambian de manos.

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La búsqueda de la identidad y el hecho de depositarla en objetos o en el nombre propio implica un vaciamiento vital. Para una generación huérfana de la generación anterior exterminada planificada y eficazmente por un gobierno, aunque simpático, dictatorial, no es posible tener cimientos. Los personajes de Rejtman tienen, ponele, unos veinte años en la década de los ’90. Pertenecen a la generación hija de la desaparecida.

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No es posible una identidad de ningún tipo si carecemos de la generación que nos precedió. No hay hombros gigantes sobre los que mirar hacia el futuro o hacia el interminable presente, por decirlo así. También se puede decir de otra forma. Escucho ofertas.

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El nombre propio es lo que nos identifica en este puto mundo plagado de culturas y estudios culturales. Deberíamos llamarnos, quizá, “fulano”, “mengano”, o cosas así, pero no, debemos tener un nombre propio que nos identifique como individuos y un apellido que nos remita a nuestra familia por si tenemos problemas con la policía. Yo todavía no me entero para qué sirve el documento de identidad (DNI). Sé que es un número que sé y escribo a veces en planillas junto a un montón de otros datos que no sé a dónde llevan. El objeto-DNI, ese mini cuadernito verde con foto carnet y huella digital, no lo usé en mi vida (me refiero a esta vida, tal vez en otra sí).

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Como ya dije, el apellido de mi mamá es “del Pozo”. Hace unos años hubo una reunión de la familia de mi abuelo materno. Nos juntamos en una casa quinta en un country en Pilar. La casa tenía una pileta hermosa, pero nos juntamos en invierno y yo no había llevado traje de baño. La mayoría no nos conocíamos, pero éramos familiares. Todos llevamos fotos viejas de la familia y se armó un enorme árbol genealógico con las fotos. Para mi sorpresa, entre ese grupo extraño de gente que sólo hablaba de los antepasados, estábamos naturalmente los “del Pozo”, pero también había “Del Pozo”, “del Pozzo” y hasta “Delpozo” todo-junto. Y las variantes con ese en vez de zeta.

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Como dije, el apellido de mi padre es Rubino. Debo agregar que su nombre de pila es Raúl. El verano pasado yo estaba en mi casa y me llamaron por teléfono. La voz de un señor me preguntó si yo era Raúl Rubino y dije que no, que era el hijo, Atilio Rubino: “Ah!”, me dijo, y preguntó: “¿tu papá está internado al borde de la muerte?”. “Que yo sepa, no”, contesté, “Espere que le pregunto a mi madre”. Finalmente nos enteramos de que había salido en el diario la noticia de la internación de Raúl Rubino, pero no era mi padre, era otro Raúl Rubino, de los que abundan en Chacabuco y ninguno es pariente mío.

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Mi tío, el hijo de mi abuela, la que desayuna whisky del pico y toma sol parada en un rincón haciendo la grulla, es Sergio Rubino. En Chacabuco hay dos o tres Sergios Rubino. Ninguno pariente. Sin embargo, hay un Sergio Rubino que, dicen, es igualito a mi tío y si te lo cruzás en la calle te lo confundís. Para diferenciarlo hay que decir “Mi tío es Sergio Rubino, el oftalmólogo” o mejor “Mi tío es Sergio Rubino, el loco”. Recuerdo que una vez fui a la casa de una amiga cuya madre había sido compañera de mi tío. Yo no sabía que le decían “el loco”. La mujer me preguntó mi apellido. “Rubino”, le dije. “¿Qué sos del loco?”, me preguntó. Me quedé pensando con la boca abierta y al rato contesté: “Tengo un tío que se llama Sergio”. Ahí me enteré que mi tío, “Sergio Rubino, el oftalmólogo”, era en realidad “Sergio Rubino, el loco”.

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Por mi parte, creo que no tengo homónimos en Chacabuco. A temprana edad me dí cuenta de que mi nombre de pila, Atilio, era sumamente popular en el cementerio. Había considerablemente más Atilios en la necrópolis de Chacabuco que en la polis propiamente dicha. Recuerdo que de chico solía pasar los sábados a la tarde recorriendo el cementerio de Chacabuco buscando tocayos. Unas veces iba por las partes más nuevas, muy coloridas; y otras por la parte más vieja, en la que estaba todo cubierto de espeso polvo, algunos mausoleos destrozados por el paso de los años, y nichos vacíos a causa, seguramente, de que la persona llevaba tantos años ahí que su familia ya ni se enteraba y dejaba de pagar la cuota de mantenimiento cada cinco años y el cuerpo se trasladaba a una fosa común, para luego destinar el nicho a un nuevo usuario, a causa de la superpoblación del cementerio municipal.

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Por lo que se puede deducir de mi nombre, yo tengo sangre española (del Pozo) e italiana (Rubino). Mi papá, en realidad, dice que su apellido es francés y que antes era Rubinaux. Aunque no sé si habla en serio, con ese humor parco, tan propio, que no sabés si te está cachando o no te está cachando. Para mí, de todas formas, mi apellido es italiano, no sé. Capaz un día se me antoja que sea griego o algo así, eso estaría bueno. Aunque en realidad conozco a una sola persona de apellido griego y no da. Mejor no. Me quedo con Rubinaux.

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Lo cierto es que se puede pensar que hay algo así como una causalidad de tipo sebaldiana en Rejtman que, como corresponde, está más en mi cabeza que en Rejtman propiamnte dicho. Últimamente veo a Sebald en todos lados: en Martín Rejtman, en “El cuarteto de Nos”, en Mirtha Legrand. Me estoy volviendo un poco loco. No me hagan caso. Estoy senil.

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Se genera, pues, como una especie de laberinto. La trama es un laberinto. Por ejemplo, Marcelo, el ex esposo de Silvia Prieto, es la nueva pareja de Brite, que a su vez le presenta a Silvia Prieto a su ex marido, Gabriel. También hay una estatuita que dice que se parece a Silvia y ella dice que no y después la regalan porque se parece a otra y después la tiran y la encuentra alguien y no sé que más pasa pero el asunto es que de pronto seguimos la historia de la estatuita (que, recordemos, es también otra Silvia Prieto) que termina en la casa de Mirtha Busnelli (Silvia Prieto). Un quilombo. Algo parecido pasa con un saco que Silvia Prieto (Rosario Bléfari) le roba a uno en Mar del Plata y se lo regala a Gabriel, quien lo vende a Marcelo y finalmente vuelve a manos del tipo éste de Mar del Plata. La vi hace mucho la peli, no me acuerdo demasiado. No pidan a esta cabeza de enamorado quemada de tanto Sebald más de lo que puede dar (bien poco, por cierto).

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Por último, los imperativos de la crítica cinematográfica más seria (que aquí repudiamos fervientemente), nos impiden evitar la alusión a la secuencia final: un puñado de reales Silvias Prietos que se juntan a tomar el té y cuyo encuentro es registrado a manera documental por Rejtman. A éstas Silvias Prietos reales, a diferencia de las de la ficción de la película, les importa un huevo llamarse Silvia Prieto y no dudan en exponer su intimidad y sus deseos ante la cámara. Sobre la importancia de esta última escena no tengo nada para decir. Ante mis ojos de espectador mediocre, la escena final no es más que un agregado de color. Probablemente Rejtman lo puso, como ocurrencia, para hacerse el vivo y para que la crítica, como de hecho lo hace, siga discutiendo su significado y se saque los ojos. Nosotros, mientras tanto, nos cagamos de risa. Si quieren entender algo, pregúntenle a otro. Desde acá, simplemente eso, nos cagamos de risa, que no es poco.

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A modo de conclusión, puede afirmarse que cierta retórica efectista propia de la academia es de enorme productividad a la hora de llevar y traer palabras sin decir un carajo. Si me permiten una experiencia personal, la escritura clara evita la enumeración y los ítems y opta, en cambio, por una progresión temática y argumentativa. Basta de ítems, ¡carajo! ¡mierda!. Se lo digo a los tipiadores de textos sobre educación y psicología, los cuales hace rato que han logrado llenar mis bolas: todo un mérito, tratándose de mis pacientes y tolerantes bolas. Un beso para los que me conocen y un aplauso para el asador.

2 comentarios:

  1. 1. Buenísima crítica porque:
    a) Repara en nombres propios e identidades (como por ejemplo: Atilio-senil).
    b) Menciona a Sebald, una finura de la gran siete.
    c) Tiene sus párrafos enumerados.
    2. Me recabió.
    3.Hacía mucho que esperaba post, pero valió la pena, sobre todo en las partes del pequeño atilio jugando en el cementerio, la de sergio el loco y las bolas.
    4.Fin

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