Resulta que me puse a escribir mi autobiografía. Pero avancé unos párrafos y ahí quedé. Va como adelanto de algo que nunca voy a terminar:
Yo también fui un chico cris morena
Yo trabajé con Cris Morena. Fue hace mucho
tiempo, era muy chico. No sé si mucha gente lo recuerda. Pero yo era una
promesa, iba ser la nueva estrella joven del 2000, el faro del star-system
puberto de los noventa, conmigo comenzaba una nueva era de estrellas
infanto-juveniles, como una especie de Renacimiento, de la mano de ella, la
visionaria. Ella lo sabía. Ella lo veía en mí. Recuerdo cuando me reclutó. En
ese momento no se decía reclutar, era más bien “hacer una prueba”. Tampoco se
llamaba casting o multicasting, como le dicen ahora. Yo vivía en Chacabuco,
donde había nacido 5 o 6 años antes una tarde calurosa de enero. No teníamos
plata para comprar sombrillas y el parto tuvo que ser al rayo del sol de las
cinco de la tarde del cinco de enero de 1984, entre vacas y pajas. Nací por
cesárea. Y desde el primer segundo de vida el sol me recibió calcinando con sus
rayos mi piel blanca, muy blanca, como sabiendo que estaba predestinado a las
luces del set, del plató, que iban a seguir quemando mi piel cuando ella me
descubriera, como a una tierra virgen, como una joya a ser pulida, como el
Koh-i-Noor de la corona de la reina británica, colonizado por las luces de la
televisión, de la gran ciudad, de las pasarelas y las alfombras rojas. Ella lo
supo. Lo olió. Seguramente a quilómetros de distancia pudo oler mi talento en
bruto y fue tras él. Hizo un parate en la filmación de Mesa de noticias o de una película de Olmedo y Porcel, no recuerdo
bien, y fue a mi busca. Siguió su olfato, él la fue guiando hasta mí, hasta la
casa de mis padres, en calle de tierra y rodeada de vacas y pajas, en lo más
recóndito de Chacabuco, provincia de Buenos Aires.
Apareció un día, erguida pero olfateando como
un perrito, y se acercó a mí. Mis padres no dieron crédito a lo que sucedía,
estaban ocupados sembrando zapallo en culo y desmalezando las plantas de
tomate. Ella se acercó muy cerca, me miró fijo a los ojos. Yo no supe qué
decir. Todavía no dominaba mucho el arte del habla, sólo pronunciaba cosas
nasales y palabras con eme: mamá, mear, mamadera, madera. Sin dejar de mirarme
fijo (y creo que sin pestañear tampoco), alzó el dedo índice, lo sostuvo unos
segundo en el aire y luego me lo frotó por mi mejilla blanca, muy blanca, y se
lo llevó a la boca. “¡Este es!”, se dijo a sí misma. O me dijo a mí, no sé. Yo
no salía de mi asombro, pero tampoco sabía qué decir. Mamá, mear, mamadera.
Ella seguía sin pestañear: “¡Lo encontré!”. Mamá, mear, madera, mamadera. Su
mirada se acercaba, sus ojos me mareaban. Marear, mear, mamá. Se siguió acercando
hasta que la falta de distancia se volvió opresiva, encerrona. Mamá, mear,
marear, mamadera, madera ¡Morena! “Sí, soy yo”, respondió, “tu nueva madre”.
Mear, marear, mamadera, ¡Mamá Morena! Allí empezó todo.
Mis padres firmaron el contrato sin dudarlo.
Sin siquiera leerlo, tal vez. Ahora que lo pienso, ni sé si hubo un contrato.
Quizás se firmó con el aire, dibujando con el dedo índice una pequeña cruz
imaginaria. O tal vez una servilleta, o una firma en un papel en blanco, al que
luego se le agregarían las cláusulas del acuerdo, bien minuciosas, detalladas,
en letra muy pequeña y tratando de evitar las palabras con eme, para que yo no
entendiera. Los alegraba la noticia, ahora ya no tenían por qué preocuparse de
mí y podían seguir desmalezando las plantas de tomate, que crecen bien fuertes
y grandes cuando más les da el sol de enero. Por eso les gustaban esos tomates.
Yo en cambio era de piel blanca, muy blanca, no podía asomarme mucho al sol. No
era como sus tomates. Cris había sido para ellos una salvadora. Como lo sería
para mí.
“De ahora en más sólo te vas a alimentar de mí”, me dijo, “yo te voy a amamantar”. Yo seguía en silencio, recorriendo con mi mente distintas palabras que me ayudaran a entender. Mamá, mear, mamadera, madera, morena. ¡Mamadera Morena! “Sí, soy yo”, volvió a decir, “y te acabo de descubrir”
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